Licenciado en Psicología y Doctor en Filosofía, Investigador Adjunto del CONICET, miembro del Programa de Estudios en Teoría Política y del Comité editorial de la revista Nombres.
FRAGMENTOS LUEGO DEL FIN
Nadie Duerma #7 / / 19 agosto, 2017

Ph: Alejandro Lipszyc
¿Cómo luchar contra la estupidez reinante que azota al pensamiento de nuestra época? Un decir en acto, sobre la escritura y sus cicatrices.
Un psicólogo no es un psicoanalista, pero un psicoanalista tampoco es un psicoanalista. Un psicoanalista no es. Si alguien puede desempeñar mínimamente esa función es porque no responde al orden del ser sino a la dimensión del no-ser, es decir, al acontecimiento evanescente en el que la hiancia del inconsciente se abre y a partir de lo cual, por medio de una intervención –acto, nominación o corte– algo de eso habrá sido.
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Hay una demanda imperativa de visibilidad, de exposición, de expresión continua a la que se le quiere oponer la invisibilidad, la sustracción, el silencio; pero sabemos bien que el deseo, la verdad y el rigor de pensamiento se traman en el delicado juego donde se alternan los tópicos: se muestra lo invisible, se expone lo que se sustrae, se expresa el silencio; ahí, al alcance de cualquiera, hay siempre algo más que nos sostiene, entre luces y sombras. Consistencia real, idea, sustancia, nudo: los nombres varían pero la operación, ordo et connexio, es la misma.
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Yo tengo una idea verdadera: no existo. Por tanto, tengo estructura de ficción, como cualquier verdad.
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Parece que siempre pensamos la crítica como una suerte de despertar del sueño para acceder a lo real. Pero, ¿y si fuese exactamente al revés? ¿Si, por el contrario, lo que pasa es que vivimos demasiado apegados a lo real y lo que nos hace falta en verdad es un buen sueño reparador? Recuerdo a un gran psicoanalista decir que muchas veces despertamos de los sueños para seguir durmiendo, y también recuerdo a un gran político decir que venía a proponernos un sueño. Quizás eso nos esté faltando, más acá de la crítica y las diversas pedagogías bochincheras que insisten en despertar: un buen sueño, lúcido y reparador, en el que lo real encuentre su propia trama.
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Quizás muchos no entiendan bien el uso de los semblantes, pero es necesario hacerlo, pues no es lo mismo que estafar o simular. Lo que siempre admiré de maestros como Lacan o Badiou, por ejemplo, no es todo lo que podían saber, en un tiempo donde hay un fuerte empuje a la superespecialización autista o bien a la estulticia del último grito de la moda, sino esa actitud cultivada de apertura rigurosa para poder captar y discutir con cierta pertinencia lo que se elabora en los campos y prácticas más disímiles: desde las artes, a la lógica, las matemáticas o la filosofía; esa ductilidad, esa apertura, esa predisposición que no es un saber ni un meta-saber sino un saber-hacer con lo que no se sabe en los bordes de cualquier saber. Eso es necesario aprender y practicar, más acá del dixit.
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Despejar el deseo como una incógnita en una ecuación; como abrir un claro en la maleza; como correr el telón antes de que empiece la función; como subirse a escena y bancarse estoicamente el vacío, condición de posibilidad de cualquier acto, nota, gesto o pensamiento. Y luego que sea lo que sea, pero sobre todo que sea lo que no es y solo puede advenir al ser, en esa apertura delimitada, como puro don, gracia, o no-sé-qué. Y así recomenzar, cada vez, de nuevo para que otros pasen, oigan y vean. Es un deseo de felicidad común.
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Una de las cosas que más me sorprendieron de las manipulaciones lacanianas en torno al nudo borromeo, es cómo se podía transformar un falso agujero en un verdadero agujero. Y no tanto por restaurar esa vieja dicotomía epistemológica, sino porque permitía avizorar cómo es que partiendo de lo falso se podía encontrar lo verdadero; y más aún: cómo se podía establecer que el verdadero agujero no estaba ahí donde se lo imaginaba tan fácilmente. Vale decir, en un nudo borromeo, el agujero por donde pasan los cordeles no es el de cada uno (como en una cadena eslabonada) sino el lugar insondable del conjunto mismo que señala siempre un tercero, allí dónde justamente se produce el enlace solidario. Esto permite pensar cómo el anudamiento efectivo no se detiene en la lógica (am)bivalente que separa lo individual y lo colectivo, la falta y el exceso, lo falso y lo verdadero, etc., sino que, al jugar en el registro riguroso de la terceridad, abre a la infinidad de conexiones que respeten esa estructura solidaria de base. Lo real no es el agujero (o trauma) de cada uno, ni tampoco la imposibilidad del Todo (liberación, revolución, emancipación), sino el lugar inasible, próximo y accesible a cada quien, donde el anudamiento se hace común y extensible a cualquiera.
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Me gustaría pensar más con el cuerpo. Creo que sólo por breves momentos lo he logrado y mi pensamiento actual vive de esas pequeñas reminiscencias. Pero, ¿de qué cuerpo se trata? En lacanés: cuerpo imaginario, el que portamos habitualmente y tantos problemas especulares nos acarrea; cuerpo simbólico, la lengua que hablamos con gusto cuando hemos aprendido a soltarla y dejarnos hablar por ella en ciertos puntos privilegiados de goce; cuerpo real, del que no sabemos nada y cada tanto algún acontecimiento nos pone al tanto abruptamente. Yo pienso en el cruce de esos registros corporales y entonces existo materialmente; aunque, como decía, no sucede muy a menudo.
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Para luchar contra la estupidez reinante tenemos que ser absolutamente rigurosos. Creo que un asunto clave, en dicho sentido, es entender el concepto de infinito actual. Entender que el infinito no es una tendencia repetitiva, ni lo que se opone indefinidamente a lo finito; lo infinito existe por derecho propio, como lo inconsciente, con sus propias regulaciones, leyes y diferencias. Sobre todo, acceder a esto: no hay un infinito, sino infinitos infinitos. Para ello es necesario comprender mínimamente el pensamiento matemático expuesto a través de la teoría axiomática de conjuntos; entender que los axiomas no son dogmas ni mandamientos, sino reglas de escritura que ordenan la multiplicidad inconsistente, decisiones de pensamiento asumidas en la pura contingencia, ante la imposibilidad y las paradojas suscitadas por el mismo recurso a la rigurosidad. Luego, no quedarse allí, solo en el pensamiento matemático, sino componer conceptos filosóficos complejos, tramados rigurosamente entre fragmentos provenientes de la matemática inventiva, de la poesía, del arte visual, de la política emancipatoria, del amor que se juega en la diferencia, etc. Hay que saber captar la dialéctica, o mejor: la nodaléctica propia del concepto filosófico, su rigurosidad y materialidad específicas. Sólo ese conjunto de movimientos del pensamiento, de los discursos y las prácticas puede generar una verdadera alternativa a la estulticia reinante (que gobierna incluso las variantes típicas e inofensivas a su propio dominio).
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Pensar siempre implica un riesgo (de exposición, de apuesta) en la posición enunciativa que se asume y su descentramiento respecto a la verdad. Con el tiempo me he dado cuenta que quienes no asumen el riesgo de pensar (por pereza, desidia o simplemente impotencia) se amparan siempre en dichos o enunciados de otros, en otras partes, tiempos o lugares. La perplejidad de pensar junto a otros, incluso a pesar suyo, no supone nunca reducir la enunciación al dicho. Es un acto.
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Supongamos que hay un poder muy astuto y engañador, que emplea toda su industria para engañarme, como dice Descartes. Sin dudas, aunque todo sea dudoso, es indudable que yo soy, pues sino a quién se dirigiría el engaño generalizado. Hasta ahí Descartes está en lo correcto: el sujeto en su más pura y vacua suposición existe y es, por ese mismo acto, una objeción a cualquier poder-saber imperante. El asunto se complejiza si atribuimos al poder engañador su máxima potencia: nos puede hacer creer que nos engaña sobre lo que en realidad es verdadero (un engaño a la segunda potencia: nos engaña sobre el engaño). Entonces, en ese punto, la operación se invierte: debemos tomar todo lo que se da, sin suposición del donador, por verdadero y, al contrario, poner en cuestión la atribución de lo dado a un punto privilegiado, llámese conciencia, yo, otro engañador, etc. Esta es la vía materialista, la que empieza por lo real sin suposición, al pensar lo que se da sin donación, en su pura multiplicidad, sin agente alguno del acto. Sólo un pensamiento de esta naturaleza puede poner en cuestión, al derrocar al Gran Amo engañador, todos los pequeños poderes que ostentan los petimetres.
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Si “el narcisismo está hecho para las heridas” es porque en el acceso a lo real se producen tropiezos, caídas, rasguños, cortes y desgarros. En ese sentido, el tejido cicatrizal es al cuerpo lo que la escritura es al pensamiento. De ahí la sorpresa o maravilla que producen ciertas escrituras y ciertas cicatrices: el trazado de las mismas depende de la magnitud y gravedad de las heridas.
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Así como Spinoza concluía su Ética afirmando que “la felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias [deseos exacerbados de consumo], sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella”; del mismo modo, sostengo, no alcanzamos nuestras metas porque nos esforcemos como imbéciles en pos de ellas, sacrificándolo todo en el camino, sino que, cuando dejamos de ser imbéciles tan esforzadamente, llegamos de un solo paso (o dos) ahí mismo donde deseamos. Y por último, no tenemos ideas geniales porque somos seres excepcionales que nos elevamos por sobre los demás, sino que al dejar de creérnosla y confiar en nuestras intuiciones más elementales, accedemos a las ideas verdaderas que están al alcance de cualquiera; luego sólo se trata de desarrollarlas y perfeccionarlas. Simples inversiones éticas y metodológicas que, de seguirlas al pie de la letra, harían de éste mundo que se aproxima a su fin un lugar más habitable.
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Momento de concluir. Para algunos el análisis habrá sido algo inútil; para otros algo terrible; para algunos otros, inclusive, una confesión interminable; para mí, al fin y al cabo, el análisis habrá sido tan sólo una técnica de sí, tal como las definía Foucault (ahora puedo afirmarlo): “Las técnicas de sí permiten a los individuos efectuar, solos o con la ayuda de otros, algunas operaciones sobre su cuerpo y su alma, sus pensamientos, sus conductas y su modo de ser, así como transformarse, a fin de alcanzar cierto estado de felicidad, de fuerza, de sabiduría, de perfección o de inmortalidad”.
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Hacía tiempo que venía anticipando el final, pero al llegar e instalarme en la sala de espera, antes de entrar a sesión, algún punto de angustia, alguna incomodidad o incertidumbre me reenviaban de nuevo al análisis. Algo, no sabía bien qué pero algo, reiniciaban otra vez la apertura. Luego de ciertos recorridos ensayados y de agotar el pensamiento signado por aquel significante amo por el cual había entrado en transferencia, sin embargo, algo de eso cesó de no escribirse. Un no-sé-qué circunscrito, pero ya no algo. Un cambio de posición subjetiva advino, historizado, y la señal certera de un afecto: la calma irreductible. ¿Cuál fue la operación? La escritura, dije allí y sostuve. Y ciertos signos de reconocimiento que, dispares, señalaban un trayecto realizado, un trabajo efectivo, presto a re-comenzar. Así pues, cuento tres trayectos de análisis, encarados en distintos momentos subjetivos y políticos, llevados hacia su conclusión, su agotamiento, declinados en su reverso; con esos tres ya podría hacer un nudo, es decir, además de contar la historia subjetiva, formalizar. Quizás no he cesado de hacerlo, en modesta medida, el asunto sería llevarlo a otro plano: al espacio del afuera, más bien, la inmanencia.